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viernes, 13 de junio de 2008

Consigna: Texto Narrativo-Memoria de un espacio


La casa de mi infancia

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla

Y un huerto claro donde madura el limonero…

Antonio Machado

Nuestra casa de la calle Sarmiento (siempre en Quilmes, claro) está muy ligada a los recuerdos de mi primera infancia. Y no me refiero a algún ambiente o cuarto en particular, sino a todo el ámbito, incluido el barrio. Leo que acabo de escribir “nuestra”, y ese sentido de pertenencia tiene que ver más con mis sentimientos que con la contante y sonante realidad de las escrituras, ya que nunca tuvimos casa propia en realidad. Después de ese entrañable lugar viví por lo menos en otros tres, hasta llegar al de hoy, en donde recobré un poco aquel sentir de vivienda mucho más que como edificio, como contención y luz.

Cuando recuerdo con tanta ternura cosas de aquellos años me pregunto si realmente el chalecito al fondo de Sarmiento y Dorrego era tan bonito o si es el recuerdo de un tiempo tan feliz lo que lo embellece. La aparente molestia de no tener un cuarto propio se compensaba con creces con el placer que me daba salir del cuarto que compartía con mis padres en puntitas de pie ni bien todos durmieran, para invadir la privacidad de mi abuela María que dormía sola en la cama de una plaza y media de roble brillante que alguna vez compartiera con el abuelo Antonio. Ella me dejaba, y mi pequeña invasión le provocaba un gran regocijo, por más que a la mañana siguiente se quejara “porque esta chica patea y habla dormida de noche”. Y temprano doña María y yo estaríamos solitas, mi hermano en la escuela y mis papás trabajando. Yo en mi sillita alta, el jarrito de la leche con bombilla y la tele en blanco y negro con “La luna de Canela” o los dibujos animados. Qué buen lugar aquella cocina, enorme (¿o la recordaré así por mi propio tamaño de aquella época, cuando tenía solamente cuatro años?), en donde se conjugaba casi toda la vida de los cinco integrantes de la familia: los aromas de mi abuela haciendo una torta (siempre que venía alguien o nosotros íbamos de visita no podía faltar algunos de los manjares de la vieja vasca de sólo un metro cincuenta), mis crayones con algún garabato sobre la mesa, mi papá y mi hermano viendo el fútbol y el ruido de la Singer de mamá remendando algo o inventándome un nuevo vestidito.

En las tardes de sol el jardín era una verdadera fiesta, poder jugar entre las plantas (“¡cuidado los alelíes nena!”, la vasquita se desvivía por su pequeño edén), trepar al limonero y disfrutar el aroma de las azucenas en noviembre. Y a eso de las cuatro, bajo el alero junto a la pileta de lavar la ropa, mi papá ponía el espejo para afeitarse antes de ir a trabajar. Al fondo el griterío de las gallinas alborotadas cuando mamá entraba a darles su maíz o a buscar algún huevo recién dejado por la “ponedora” en su rinconcito del gallinero. Y si venían mis primas nos apoderábamos del galpón, devenido en salón de clase de la señorita Alejandra (la mayor, la más inteligente de la familia según los “grandes”) y sus dos alumnas Mary (la más chica de mis primas y contemporánea mía) y yo.

El súmum de la felicidad se presentaba en verano, cuando una parte del jardín era ocupado por la pileta de lona, oasis en el que nos solazábamos todos los chicos de la familia más algún invitado del barrio. Había que jugar y divertirse en el agua, procurando hacer un barullo discreto ya que la siesta era un momento sagrado en aquellas épocas en que todavía no se había impuesto el ritmo loco de la vida de hoy (¡uy no, cuánta melancolía!, trataré de reivindicarme con una frase del poeta contemporáneo Luis Alberto Spinetta: “aunque me fuercen yo nunca voy a decir que todo tiempo por pasado fue mejor, mañana es mejor”).

La calle de aquel barrio era la continuación del patio de juegos ya que la ausencia de asfalto la hacía el lugar ideal para jugar a la pelota, los varones, y al elástico, las chicas. Y en febrero se convertía en escenario principal de la guerra de agua que se desataba para el carnaval, cuando hasta las vecinas más severas se deschavetaban corriendo tras algún señor para asestarle un baldazo certero. Al caer la tarde, la calzada quedaba hecha un lodazal y todos los chicos nos íbamos a tomar la leche frente a la tele para no perdernos un capítulo del infaltable Capitán Piluso.

Pero si era invierno o llovía, el comedor se convertía en “mi casa” con muñecas arropadas, gran trajín de ama de casa de mentirita, fantaseando con alguna comida para mi imaginario marido, que en cualquier momento llegaría tal como lo soñaban otras miles de “susanitas” como yo, atávico sueño de familias de clase media de la Argentina de fines de los sesenta. A la noche, después de la cena me sentaba junto a mi papá, de quien recuerdo su perfume mezcla de colonia tipo inglesa con tabaco de “43/70 negros, sin filtro”. Mientras tanto, en la tele se veía “Entre las sogas”, pobres boxeadores luchando, vestidos con diminutos shorcitos y auspiciados por la cabalgata deportiva Gillette.

El eco de mi propia voz infantil resonando en el largo pasillo al entrar corriendo a la casa en la que viví hasta los seis años es un recuerdo muy querido. No fue fácil para mí mudarme en aquel momento, no me quedó más remedio que acatar la decisión familiar y vivir en un lugar “más conveniente” por lo céntrico y por cuestiones de trabajo de mis padres. No logré nunca “hacerme amiga” de la nueva morada, me adapté simplemente por la imposibilidad de elección inherente a mi edad en aquel entonces, pero yo ya había elegido mi casa de la calle Sarmiento como el escenario favorito de los recuerdos de mi infancia.

1 comentario:

Celia Güichal dijo...

Un texto muy cálido...