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viernes, 27 de junio de 2008

ENSAYO: Cómo llegar a hacerse escritor y no morir en el intento

La llegada de alguien al mundo de la escritura está precedida por intrincados caminos y el modo de cada cual es verdaderamente misterioso. Esto tiene que ver con las características de la vida y la personalidad de cada escritor. Por otra parte, hasta existe un cierto prurito por parte de muchos (entre quienes me incluyo) de nombrarse a sí mismos como “escritor”. Asumirse como tal se relaciona, además, con la recepción que la sociedad de cada época haga del eventual literato. También vale la pena pensar hasta qué punto muchos pretenden “hacerse escritor” y se lo plantean como meta, mientras otros desean simplemente escribir. Marguerite Duras lo explicó desde una simple perspectiva con este juego de palabras: “Escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiésemos”.

Una de las cuestiones centrales en este camino es la experiencia de vida, qué se vive y cómo. Pero por sobre todo qué observación se hace de esa experiencia. Claro que no hay reglas en esto. En el caso del escritor Raymond Carver, él sintió en un momento dado que su vida, llena de las pequeñeces cotidianas de ser padre y hacer las tareas diarias, era muy distinta de la imagen que él tenía de los escritores: “En ese momento sentí –supe- que la vida que llevaba era muy diferente a las vidas de quienes más admiraba. Entendía que los escritores no eran personas que pasaran sus sábados en la lavandería y todos los momentos de vigilia sujetos a las necesidades y caprichos de sus hijos” [1]. Tal vez su apreciación de lo que era un escritor estaba viciada por una imagen más bien idílica, y seguramente algunos viven el proceso de dedicar “su vida” a la escritura como algo tortuoso. La prueba está en que luego lo hizo. Bien distinto es el caso de Truman Capote, a quien parecía no importarle nada cómo era la vida de los demás, sino que gestó su propio camino, muy temprano y casi sin darse cuenta: “Empecé a escribir cuando tenía ocho años: de improviso, sin inspirarme en ejemplo alguno. No conocía a nadie que escribiese y a poca gente que leyese. Pero el caso era que sólo me interesaban cuatro cosas: leer libros, ir al cine, bailar zapateado y hacer dibujos.” [2] Capote fue más allá de la academia, y maravilla comprobar que el temprano camino que eligió fue por cierto íntimo y solitario. Llegó al punto de descuidar sus tareas escolares en favor de la literatura que tanto lo perturbaba: “En realidad, jamás hice los ejercicios del colegio. Mis tareas literarias me tenían enteramente ocupado: el aprendizaje en el altar de la técnica, de la destreza; las diabólicas complejidades de dividir los párrafos, la puntuación, el empleo del diálogo…”. Lo del autor de A sangre fría es verdaderamente un caso extremo, ya que sentía que su vocación en cierto modo lo esclavizaba, revelando a la vez un goce y una tortura: “Entonces, un día comencé a escribir, sin saber que me había encadenado de por vida a un noble pero implacable amo. Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse.” Evidentemente, la manera en la que él nació como escritor es hija de una obsesión. Esta idea de sentir la irrefrenable necesidad de escribir siempre me pareció lejana y ajena. Y fue causal de una íntima indagación para saber si realmente me interesaba dedicarme a la escritura, ya que siempre disfruté de hacerlo pero no como práctica compulsiva. Y pude comprobar con regocijo, que aún algunos de mis más admirados escritores llegaron a esa tarea de un modo mucho más natural y menos obsesivo. Tal el caso de Rodolfo Walsh:Mi vocación se despertó tempranamente: a los ocho años decidí ser aviador. Por una de esas confusiones, el que la cumplió fue mi hermano. Supongo que a partir de ahí me quedé sin vocación y tuve muchos oficios. El más espectacular: limpiador de ventanas; el más humillante: lavacopas; el más burgués: comerciante de antigüedades; el más secreto: criptógrafo en Cuba.” (…) “En 1964 decidí que de todos mis oficios terrestres, el violento oficio de escritor era el que más me convenía. Pero no veo en eso una determinación mística. En realidad, he sido traído y llevado por los tiempos; podría haber sido cualquier cosa, aun ahora hay momentos en que me siento disponible para cualquier aventura, para empezar de nuevo, como tantas veces.”[3]

Muchos han llegado al mundo de la literatura a través del periodismo y llevados por una necesidad económica. Sucede que en otros tiempos, entrar en medios de prensa no se hacía tan difícil y podía representar un ingreso digno. Esto no significa que todo aquel que trabajase en una publicación entrara en la literatura, pero hay casos paradigmáticos que han hecho recorridos muy interesantes. Sólo por nombrar dos escritores del Río de la Plata que han tenido como punto de partida la escritura periodística, quisiera citar a Roberto Arlt y Eduardo Galeano.

Pero volviendo a Capote y Walsh, la relación prensa-literatura se dio de modo diferente en cada uno. Para el primero, la escritura periodística no representaba (o al menos no lo era centralmente) su sustento, sino otra de sus obsesiones. Así lo describió él mismo: “Durante varios años me sentí cada vez más atraído hacia el periodismo como forma artística en sí misma (…) el periodismo como arte era un campo casi virgen, por la sencilla razón de que muy pocos artistas literarios han escrito alguna vez periodismo narrativo, y cuando lo han hecho, ha cobrado la forma de ensayos de viaje o de autobiografías[4]. Algo que los unió sin saber, fue que ambos exploraron más allá de los límites de la academia y lograron algo único uniendo periodismo y literatura para siempre. En Estados Unidos, Capote, Mailer y Wolfe comenzaron con el denominado Nuevo Periodismo. Este inicio estadounidense tiene que ver con la proyección internacional de los escritores en ese país, pero en realidad ocho años antes de la aparición de A sangre fría (obra paradigmática de la no ficción, 1966), Rodolfo Walsh ya había publicado Operación Masacre en Buenos Aires en 1958.[5] En este “hacerse escritor”, estos fabulosos innovadores, parieron obras que cambiarían para siempre el rumbo de la literatura universal. Sobre esto, Capote diría:”…quería realizar una novela periodística, algo a gran escala que tuviera la credibilidad de los hechos, la inmediatez del cine, la hondura y libertad de la prosa, y la precisión de la poesía. No fue hasta 1959 cuando algún misterioso instinto me orientó hacia el tema —un oscuro caso de asesinato en una apartada zona de Kansas—, y no fue hasta 1966 cuando pude publicar el resultado, A sangre fría”.

En cuanto a Walsh, tanto el periodismo como su tarea de cuentista, fueron sufriendo un proceso de lenta metamorfosis y se convirtieron en una militancia y un modo de vivir. En referencia a su serie de cuentos Irlandeses, señaló:”…hay una evolución en los cuentos; aquí, en este cuento (se refiere a Un oscuro día de justicia) se empieza a hablar del pueblo y de sus expectativas de salvación representadas por un héroe, (…) creo que la clave de la iluminación, de la comprensión sobre la relación política de este caso entre el pueblo, por un lado, y sus héroes, por el otro, está en el final, cuando dice “...mientras Malcolm se doblaba tras una mueca de sorpresa y de dolor, el pueblo aprendió...”, y después, más adelante, (…) cuando dice “...el pueblo aprendió que estaba solo y que debía pelear por sí mismo y que de su propia entraña sacaría los medios, el silencio, la astucia y la fuerza...”. Creo que ese es el pronunciamiento más político de toda la serie de los cuentos y muy aplicable a situaciones muy concretas nuestras: concretamente al peronismo e inclusive a las expectativas revolucionarias que aquí se despertaban o se despertaron con respecto a los héroes revolucionarios, inclusive con respecto al Che Guevara, que murió en esos días…”. [6] En la evolución de Walsh, en su tránsito para convertirse en el escritor que muchos admiramos, Operación Masacre significó un quiebre, marcó un antes y un después no solamente en el panorama literario (inaugurando la “no ficción”) sino en su propia vida, que es un poco lo que pretendo rescatar en este trabajo. Con respecto a esto dijo: “Operación masacre cambió mi vida. Haciéndola descubrí que, además de mis perplejidades íntimas, existía un amenazante mundo exterior”. Su vida de escritor, signada por una toma de conciencia, no se trataba de un simple medio de sustento económico ni un sitio en el mundo del arte, era mucho más que eso, como lo revelan sus propias palabras:”…hasta que te das cuenta de que tenés un arma: la máquina de escribir. Según cómo la manejás es un abanico o es una pistola…” [7] . No existía en él la obsesión de Capote, su transformación estaba alejada de complejidades formales, era mucho más natural. Rescato esta idea en las palabras de uno de sus colegas, Rogelio García Lupo: “Walsh no podía escribir de otra manera que como lo hizo siempre, extraordinariamente bien, pero no redactó sus artículos de prensa pensando que estaba labrando una obra literaria”.[8]

Originalmente el hecho de escribir consistía más en copiar, transcribir y crear documentos con fines primordialmente económicos, legales y de registro, con la necesidad de mantener el mito en algo más tangible que la propia voz de los receptores y/o transmisores. Hoy, sin embargo, el oficio ha adquirido tanto prestigio ya que se vincula directamente con la autoría, con la creación, con el dominio de las ideas. Decidirse a escribir es meterse en un espacio peligroso, porque se entra en un oscuro túnel sin final, porque jamás se llega a la dicha plena, nunca se llega a escribir la obra perfecta o genial, y eso produce una gran desazón. No es obligación estudiar una carrera para ser escritor, y no se necesita tener una formación académica o una licenciatura para ejercer tal o cual rama de la escritura. Misterio y soledad son dos componentes comunes en el “hacerse escritor” de muchos, consagrados o anónimos.



[1] Carver, Raymond. La vida de mi padre-Cinco ensayos y una meditación. Fuegos (pág. 66)

[2] Capote, Truman. Música para Camaleones. Prefacio (pág. 2)

[3] Walsh, Rodolfo. Rodolfo Walsh por Rodólf Fowólsh

[4] Capote, Truman. Música para Camaleones. Prefacio (pág. 3)

[5] Ana María Amar Sánchez, El género de no ficción: un campo problemático

[6] Walsh entrevistado por Ricardo Piglia. Enero de 1973

[7] Walsh entrevistado por Ricardo Piglia. Enero de 1973

[8] Rogelio García Lupo, en El violento oficio de escribir de Rodolfo Walsh, Prólogo.

jueves, 26 de junio de 2008

Diario de escritor: Ensayo

La elección en el tema para un ensayo creo que tiene que ver con alguna preocupación, algo que nos interesa y sobre lo que nos preguntamos cosas. En mi caso el germen estuvo en la nota de lector de Música para Camaleones de Capote, en donde el escritor relata, entre otras cosas, cómo fue su proceso para llegar a serlo y otras vicisitudes. Estuve dando vueltas sabiendo que de allí partiría, pero sin poder definir el tema completamente, hasta que tomó forma en clase cuando leí en voz alta mi nota de lector. En verdad me di cuenta que el tema había estado siempre ahí, solamente me faltaba “verlo desde fuera” y creo que finalmente sucedió el surgimiento cuando lo comenté para otros.

Lo más básico que me surge en la escritura del ensayo es la lectura previa y durante el proceso. Esto puede suceder escribiendo otro tipo de cosas, claro, pero siento que en el ensayo se impone. Y en realidad creo que no es caprichoso que hayamos hecho el ensayo en último término ya que hubo que “masticar mucho” durante el cuatrimestre y tanto las reflexiones como las notas de lector han desembocada casi “naturalmente” en nuestros ensayos. Elijo para mi ensayo ese tono de primera persona del que habla Flusser, estoy implicada en esto de escribir. No es casual que haya elegido Comunicación Social, en realidad con los talleres de Prensa y de Escritura vi justificada mi cursada de todos estos años. Lo que es más, la pregunta por cómo llegar a escribir también me involucra.

domingo, 22 de junio de 2008

Nota de lector: Los oficios terrestres-Rodolfo Walsh

Mientras leía pensaba que éste, como otros de los cuentos irlandeses, puede leerse como un narración independiente, pero que se disfruta mucho más si uno ya tuvo la experiencia de haber entrado en el mundo de Walsh. Que a su vez contiene varios mundos, éste en particular es el de la vida del internado católico para irlandeses en el que alguna vez estuvo el autor. Así que, en parte, es autobiográfico. Pero Walsh juega con nosotros los lectores, siembra pistas falsas al comienzo al relatar ese día de júbilo para los chicos del internado, cuando reciben la visita de las benefactoras de la Sociedad de Damas de San José. Relato adentro y ya por el final, en cambio, nos damos cuenta que, en realidad, se trata de la “mini epopeya” de Dashwood, uno de los personajes del lugar. Este niño como de ocho o nueve años, curtido por los “oficios terrestres”, pero chiquito, decide alejarse de la intensa labor y de la humillación, y emprende una especie de viaje de regreso al útero materno. La sensación de liberación y solidaridad de la última parte, cuando el mítico “Gato” se apiada de él (justo el Gato, el más resentido y rebelde entre los rebeldes) y le da unas monedas para que emprenda su huida, está magistralmente narrada por Walsh. Ese último tramo que recorren los dos internos cargando un cajón de basura (el último de los oficios terrestres de Dashwood), es toda una metáfora de los trabajos y la descripción de un verdadero vía crucis atravesado por los dos chicos hasta el camino de la “salvación” encarado por el más pequeño. Así es que el relato queda dividido entre el abismo que presenta esa primera parte de pura fiesta y regocijo con la visita de las damas que contrasta dramáticamente con la dura labor que les depara a los chicos, que tendrán el doble de trabajo tras el festín.

Me identifiqué (salvando todos los abismos entre su escritura y la mía) con Walsh en su elección de narrar siendo hombre desde la óptica del niño, tarea que “procuré” (espero haberlo logrado) en mi narración de una imagen onírica.

En comparación con “Fotos”, se advierte una mayor linealidad en el modo que eligió escribir, más al estilo del cuento tradicional. Aunque hace gala de algunos recursos como por ejemplo cuando cita los dichos del obispo y lo interrumpe (utilizando simplemente una coma) y queda inmersa en las descripciones de la situación: “-Bueno, muchachos –dijo-, me alegra comprobar que tienen estómagos tan capaces, y solamente espero que no sea necesario usar la sal inglesa que guardamos en la enfermería,

detonando una enorme explosión de risa

-cosa que sería de mal gusto,

renovada en círculos de incontrolable camaradería, espasmódicos movimientos de pura alegría física que arrancaron lágrimas a los ojos de los más emocionados.” A lo que me refiero es a ese “ir y venir” que muestra con lo que dice el anciano y los comentarios de la escena que él intercala.

El lenguaje ingenioso está al servicio de narrar las imágenes más íntimamente comprometidas, haciendo que no resulten desagradables. Como cuando describe esa especie de “masturbación colectiva” dedicada a las damas, toda la escena está apenas sugerida y sin embargo es muy clara. Aunque también hace uso de metáforas de una gran belleza para describir las cosas más simples, como una jugada en el partido de fútbol o cuando habla del prelado Usher y dice: “dicho lo cual viró con la majestad de un viejo galeón y se fue viento en popa…”, utilizando el lenguaje marino para un simple movimiento de un personaje. A lo largo de toda la narración menciona al colectivo de los internados como “el pueblo” Con dureza presenta las dos caras de ese internado, entre la gente destinada a los “oficios divinos” y los chicos con sus “oficios terrestres”: la buena vida de los sacerdotes al hablar de “las manos anilladas y manicuradas sobre el vasto vientre” de uno de ellos, y la durísima realidad de los muchachos del internado, patentizada en la descripción del estado de las manos de Dashwood “Y ahora Dashwood sintió desgarrarse lentamente, como una tela podrida, la piel de los dedos atacados de sabañones que ni el agua caliente en la enfermería ni el jugo de cáscara de mandarina en los rituales secretos de la comunidad habían podido curar”. Serían innumerables las imágenes, pero quiero destacar un último juego cuando dice que el Gato comienza a silbar la marcha de San Lorenzo e inicia el párrafo siguiente diciendo: “Tras los muros del histórico colegio…” en clara alusión a una de sus estrofas aquí parafraseada.

jueves, 19 de junio de 2008

Texto narrativo: Imagen onírica

Soledad

Es la tardecita, no registro exactamente la hora ya que no llevo reloj y, por otra parte, los tiempos de los relojes no son importantes para una niña de diez años. Pero es definitivamente “la hora de la leche”, es decir, el momento de la tarde en que vuelvo a casa. Esté donde esté, siempre interrumpo cualquier juego o tarea porque es entonces cuando comienza el sagrado ritual de la merienda, y si no vuelvo espontáneamente resonará el estridente grito de mi madre en el barrio: “la leeecheee”. Camino hacia mi casa, y sin embargo no reconozco exactamente el lugar, siento que es mi barrio, pero en realidad es un lugar con menos casas, más rural.

Cuando llego me sucede otra cosa realmente rara. Busco la puerta de entrada y no la encuentro. Entonces decido asomarme por la ventana del frente y veo que en la cocina está mi mamá, aparentemente preparando algo que me parece es la leche, pero también se ven ollas y verduras que deben ser de seguro para hacer la cena. “Bueno listo”, me digo, “simplemente es cuestión de golpear la ventana y hacerle señas a mi mamá para que me abra”. En vano pego saltitos y sacudo mi mano para un lado y para otro, mi mamá no me ve, está muy ocupada, pero creí que me vería, ufa. No hay caso, salto una vez más (me cuesta llegar a estar visible por mi escasa estatura) y noto que mi mamá ya no está, debe haber cambiado de cuarto.

Así que me dispongo a ir hacia otra ventana para probar mejor suerte. Me inquieto un poco ya que pasa el tiempo y empieza a refrescar. Pero no me desanimo y me acerco al cuarto de mi hermano, ay, menos mal, salto y lo veo, está ahí. Pero ya me cansa esto de andar brincando, entonces decido buscar algo para subirme y poder ser vista más cómodamente. Voy para el jardín a ver si veo alguno de los troncos del árbol que papá tuvo que cortar la semana pasada, qué pena, se secó. Pero, qué grande se me presenta el jardín, ¿por qué tengo la sensación de que no termino nunca de recorrerlo?, bueno, pienso que debe ser por la impaciencia de querer entrar y no poder. Además ya estoy teniendo un poco de hambre. Por suerte me acuerdo que tengo un bocadito de chocolate y dulce de leche que me sobró. Lo había llevado a casa de mi amiga Martina, tenía tres, uno para ella, otro para mí y un tercero para su hermano Julián. Pero cuando la mamá me dijo que él estaba jugando al fútbol en la canchita, no dije nada y conservé el dulce tesoro. Al cual honro en este mismo acto, saboreándolo como si fuese el más exquisito de los manjares, y por un rato distraigo a mi panza que ya empieza a rechinar por la falta de merienda.

Finalmente, y ya que el tronco que buscaba no está, me regocijo al ver unos ladrillos en un rinconcito, al lado de la parrilla. Llevo tres y los ubico junto a la ventana pegadito a la pared. Subo, contenta por haber podido lograr la pequeña hazaña. No puedo creer mi mala suerte. Después de haber trabajado tanto para conseguir que mi hermano me viese, compruebo a través de la ventana con gran desilusión que está dormido, y es inútil llamarlo desde acá afuera porque el muchacho es de sueño muy pesado.

Está oscureciendo, no me gusta estar sola afuera a esta hora. ¿Y nadie sale de casa, ni siquiera mi perro pide permiso para salir y que yo pueda correr a la puerta y entrar a mi “hogar dulce hogar”?. En fin, no es momento para lamentarse sino para tomar decisiones, y todavía me queda una ventana para pedir ayuda. Desde ya traslado los ladrillos-escalón que usé antes, para poder asomarme y ser advertida por algún alma caritativa que se apiade de mí y me abra. En el comedor está mi abuela María tejiendo, la televisión está encendida pero ella no está mirando. Su atención visual está completamente puesta al servicio de su tejido, siempre es así, antes tejía casi sin mirar, pero ahora “estoy grande” dice, entonces no despega sus ojos de la tarea para no perderse. Así que por ese lado estoy perdida, por más que hago mil señas no consigo que levante la vista y advierta que algo se mueve afuera. Cuando estoy a punto de golpear el vidrio, veo, desconcertada, que el audífono de la abuela está sobre la mesa, y concluyo que se lo debe haber quitado para limpiarlo o algo así. No, no, no puede ser, igual lo intento, trato de hacer barullo para lograr que se percate de mí. Inútil, Nada, ni una mueca. Espero un poco, ya anochece, vuelvo a intentar pero es en vano, no me escucha.

Bajo de mi improvisado escalón descorazonada, ya no quedan ventanas en la casa, es desesperante ver que se hace de noche y estoy todavía sin poder entrar. Corro hasta la calle, en realidad no tiene ningún sentido, no es un lugar transitado, nadie pasa por ahí, pero es un intento desesperado. Escucho los pájaros regalando al aire sus últimos gorjeos como despidiéndose de la tarde para volver al nido, es muy tarde. La sola idea de esos animalitos que tienen modo de volver a sus casas me acongoja, ¿cómo no puedo hacerlo yo?, soy una nena, tengo una casa, una familia… Ese pensamiento me impulsa a correr y salgo como loca, volviendo a intentar todo desde el principio. Y ahí está, reluciente, con su mirilla y aldaba de bronce, la puerta de madera que me fue esquiva en mi primer intento. ¿Cómo es que antes no la vi?, me siento tonta, ahí está. Llego agitada pero feliz, simplemente giro el picaporte que no me ofrece resistencia, la puerta se abre. Silencio. Vacío. Oscuridad. No hay nadie.

viernes, 13 de junio de 2008

Consigna ritmo

Mi agua


Soy toda agua, líquida.

Fluidamente lánguida, soy toda agua.

Caigo, caigo, me derramo.

Como una “guagüita”, siempre.

Vida como río, soy toda agua.

Mi vida como lágrima, soy toda agua.

Mi vida como orgasmo, soy toda agua.


Cae, caigo, fría.

Baño de mar.

Soy toda agua.

Consigna ritmo

Tierra: Ceremonia de la Pachamama

Gracias pacha, madre tierra.

Madre de sagrada chacana.

Madre celebrada, violada.

Madre tierra.

Tiembla, ama, mata, ata, seca.

Madre tierra, madre vida.

Salva, calma, mata, mama.

Madre devastada.

Nota de lector: Fotos-Rodolfo Walsh

Es raro que todas las lecturas del Seminario me hayan resultado placenteras, en realidad no es muy común cuando es algún otro el que elige por nosotros lo que vamos a leer, pero la verdad todo lo que leímos hasta ahora me gustó, y este cuento es el que más me gusta entre los cuentos que vimos. Me pregunté por qué sería que me gustó y creo que básicamente por dos cosas: tiene una construcción muy original desde la forma en que está narrado y la historia (o historias) es muy interesante.

Cuando hice mi reflexión sobre escribir hablé de tener un objetivo al hacerlo y lograr emociones. No sé si acertaré, pero creo que lo que Walsh quiso fue escribir un cuento en base a biografías. Porque cuando terminé de leer tuve la sensación de haber recorrido la vida de Tolosa y su amigo Mauricio (y también sus familias), y me pareció fantástico que eso lo lograra en una síntesis tan buena y con una historia tan entrañable. Y de paso, introduce una discusión sobre el arte y los artistas. Sentí que toda la vida de Mauricio fue como una búsqueda artística, siempre provocador y desafiante, desconforme e inquieto. El debate acerca del arte se desata entre Tolosa y Mauricio cuando éste decide hacerse fotógrafo. Para Tolosa, que su amigo decidiera ser un artista era proponerse algo “exorbitante”, y expone a través de él y su pensamiento lo que probablemente era parte de la ideología imperante. Él se asombra que su compañero de la infancia “que no ha podido aprobar un año del secundario” quisiera dedicarse al arte, como si esta posibilidad estuviese abierta únicamente a las personas que completaron una educación formal. También se plasma algo muy discutido en tantos foros en los albores de la fotografía, como es poner en tela de juicio su entidad como disciplina artística. Sobre esto, Tolosa le dice a Mauricio: “-¿Pero vos qué ponés? Un artefacto mecánico, que no piensa, que no elige. Es como decías vos, apretás el disparador y la cámara hace lo demás. En eso no puede haber arte”. Y en el final de Mauricio, antes de su muerte, su amigo lo describe de manera muy poética: “Anda al acecho tras los bancos de la plaza (…) equilibrista en los faroles, murciélago en el campanario…”, para definirlo finalmente en estas palabras: “Mauricio, que era el rey de la joda, ahora lo llaman: el Loco”. Creí advertir en esta definición una alusión al artista incomprendido que ya no encaja de ningún modo en la vida de un pueblo.

También aprovecha Walsh la ocasión para decir alguna cosa del artista-escritor y de la experiencia de escribir. El capítulo doce es aparentemente la transcripción de un borrador de Tolosa y muestra un momento en el proceso de escritura. Y en el trece se puede leer una parte de una carta de Estela, la hermana, en la que le cuenta que se tomó el atrevimiento de publicar sus versos y la repercusión que tuvieron. Queda el suspenso de si estas vivencias son parte de la historia de Walsh como escritor o simplemente una ficción. Inclusive en la discusión que tienen Mauricio y Tolosa, mencionada anteriormente, el “aspirante a artista” resalta su afición por la escritura y señala (ante una objeción de Tolosa sobre la “captura” de una fotografía): “-¿Y vos no escribís tus versos? Se te ocurre una idea que te gusta y la sujetás para que no se vaya”

Walsh también introduce temas que toca tangencialmente, sin enunciarlos explícitamente. Por ejemplo la relación de Tolosa con su padre, como en la escena del incidente con la tranquera. Asimismo la ideología de su familia que además sirve para identificar la situación política de la época, por ejemplo en alusiones a Perón sin nombrarlo: “Ahora nos insulta por la radio, pero tiene que comprar el trigo afuera…”.

La manera en que está estructurado el cuento es, a mi modesto entender, una verdadera joya. Estos textos a modo de “álbum” en donde van apareciendo distintas escenas (en las que además Walsh salta en el recorrido del relato que se presenta como no lineal, aunque sigue una cronología) se enlazan con uno de los temas de la historia y por supuesto con el título: Fotos. Elige una variedad de formas que van desde comenzar con una descripción que sigue en un diálogo, la transcripción de ejercicios estudiantiles, párrafos de una carta o una entera hasta un comienzo en minúscula, como un relato (lleno de expresiones propias de la oralidad) ya empezado: “fotógrafo del regimiento, no te rías que no es chiste,…”. Hay un capítulo muy corto, el veintinueve, que sólo tiene una transcripción de una noticia social en donde se habla de la graduación de Tolosa en un periódico local (esto se infiere, ya que no hay ninguna referencia). Contrastando con este modo casi “prosaico” como de interferencia de la realidad cotidiana en el relato a través de la prensa, está el brevísimo capítulo once que es pura poesía: “Volvió el tiempo de las ciruelas, y después el tiempo de las uvas…”. Me pareció muy interesante el modo en que describe el paso del tiempo en los primeros capítulos, con comentarios de Tolosa sobre la metamorfosis de Mauricio de niño a adulto, como por ejemplo: “Me había sacado una cabeza de ventaja, pero ésa ya no era su medida…”. Creo que utiliza magistralmente la herramienta del ritmo que nosotros vimos en la narración de Poe, para lo cual además escribimos algo. Un ejemplo podría ser el comienzo del capítulo siete: “Agita una mano y se va. Dobla la esquina y se va. Salta a un carguero y se va. Sonríe: -Chau, Negro”.

También tiene el ingrediente tal vez clásico del cuento en un misterio que queda planteado en mitad del cuento y que se resuelve recién al final. Cuando Tolosa mira una foto de Mauricio, siente algo raro al ver el paisaje y se pregunta: “¿Qué me inquietaba?”, lo cual tiene respuesta en la última parte cuando finalmente aparece el cuerpo del fotógrafo muerto en ese mismo lugar.

Consigna: Texto Narrativo-Memoria de un espacio


La casa de mi infancia

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla

Y un huerto claro donde madura el limonero…

Antonio Machado

Nuestra casa de la calle Sarmiento (siempre en Quilmes, claro) está muy ligada a los recuerdos de mi primera infancia. Y no me refiero a algún ambiente o cuarto en particular, sino a todo el ámbito, incluido el barrio. Leo que acabo de escribir “nuestra”, y ese sentido de pertenencia tiene que ver más con mis sentimientos que con la contante y sonante realidad de las escrituras, ya que nunca tuvimos casa propia en realidad. Después de ese entrañable lugar viví por lo menos en otros tres, hasta llegar al de hoy, en donde recobré un poco aquel sentir de vivienda mucho más que como edificio, como contención y luz.

Cuando recuerdo con tanta ternura cosas de aquellos años me pregunto si realmente el chalecito al fondo de Sarmiento y Dorrego era tan bonito o si es el recuerdo de un tiempo tan feliz lo que lo embellece. La aparente molestia de no tener un cuarto propio se compensaba con creces con el placer que me daba salir del cuarto que compartía con mis padres en puntitas de pie ni bien todos durmieran, para invadir la privacidad de mi abuela María que dormía sola en la cama de una plaza y media de roble brillante que alguna vez compartiera con el abuelo Antonio. Ella me dejaba, y mi pequeña invasión le provocaba un gran regocijo, por más que a la mañana siguiente se quejara “porque esta chica patea y habla dormida de noche”. Y temprano doña María y yo estaríamos solitas, mi hermano en la escuela y mis papás trabajando. Yo en mi sillita alta, el jarrito de la leche con bombilla y la tele en blanco y negro con “La luna de Canela” o los dibujos animados. Qué buen lugar aquella cocina, enorme (¿o la recordaré así por mi propio tamaño de aquella época, cuando tenía solamente cuatro años?), en donde se conjugaba casi toda la vida de los cinco integrantes de la familia: los aromas de mi abuela haciendo una torta (siempre que venía alguien o nosotros íbamos de visita no podía faltar algunos de los manjares de la vieja vasca de sólo un metro cincuenta), mis crayones con algún garabato sobre la mesa, mi papá y mi hermano viendo el fútbol y el ruido de la Singer de mamá remendando algo o inventándome un nuevo vestidito.

En las tardes de sol el jardín era una verdadera fiesta, poder jugar entre las plantas (“¡cuidado los alelíes nena!”, la vasquita se desvivía por su pequeño edén), trepar al limonero y disfrutar el aroma de las azucenas en noviembre. Y a eso de las cuatro, bajo el alero junto a la pileta de lavar la ropa, mi papá ponía el espejo para afeitarse antes de ir a trabajar. Al fondo el griterío de las gallinas alborotadas cuando mamá entraba a darles su maíz o a buscar algún huevo recién dejado por la “ponedora” en su rinconcito del gallinero. Y si venían mis primas nos apoderábamos del galpón, devenido en salón de clase de la señorita Alejandra (la mayor, la más inteligente de la familia según los “grandes”) y sus dos alumnas Mary (la más chica de mis primas y contemporánea mía) y yo.

El súmum de la felicidad se presentaba en verano, cuando una parte del jardín era ocupado por la pileta de lona, oasis en el que nos solazábamos todos los chicos de la familia más algún invitado del barrio. Había que jugar y divertirse en el agua, procurando hacer un barullo discreto ya que la siesta era un momento sagrado en aquellas épocas en que todavía no se había impuesto el ritmo loco de la vida de hoy (¡uy no, cuánta melancolía!, trataré de reivindicarme con una frase del poeta contemporáneo Luis Alberto Spinetta: “aunque me fuercen yo nunca voy a decir que todo tiempo por pasado fue mejor, mañana es mejor”).

La calle de aquel barrio era la continuación del patio de juegos ya que la ausencia de asfalto la hacía el lugar ideal para jugar a la pelota, los varones, y al elástico, las chicas. Y en febrero se convertía en escenario principal de la guerra de agua que se desataba para el carnaval, cuando hasta las vecinas más severas se deschavetaban corriendo tras algún señor para asestarle un baldazo certero. Al caer la tarde, la calzada quedaba hecha un lodazal y todos los chicos nos íbamos a tomar la leche frente a la tele para no perdernos un capítulo del infaltable Capitán Piluso.

Pero si era invierno o llovía, el comedor se convertía en “mi casa” con muñecas arropadas, gran trajín de ama de casa de mentirita, fantaseando con alguna comida para mi imaginario marido, que en cualquier momento llegaría tal como lo soñaban otras miles de “susanitas” como yo, atávico sueño de familias de clase media de la Argentina de fines de los sesenta. A la noche, después de la cena me sentaba junto a mi papá, de quien recuerdo su perfume mezcla de colonia tipo inglesa con tabaco de “43/70 negros, sin filtro”. Mientras tanto, en la tele se veía “Entre las sogas”, pobres boxeadores luchando, vestidos con diminutos shorcitos y auspiciados por la cabalgata deportiva Gillette.

El eco de mi propia voz infantil resonando en el largo pasillo al entrar corriendo a la casa en la que viví hasta los seis años es un recuerdo muy querido. No fue fácil para mí mudarme en aquel momento, no me quedó más remedio que acatar la decisión familiar y vivir en un lugar “más conveniente” por lo céntrico y por cuestiones de trabajo de mis padres. No logré nunca “hacerme amiga” de la nueva morada, me adapté simplemente por la imposibilidad de elección inherente a mi edad en aquel entonces, pero yo ya había elegido mi casa de la calle Sarmiento como el escenario favorito de los recuerdos de mi infancia.

miércoles, 11 de junio de 2008

Mucho más que fútbol en el barrio de La Boca


Arte y transformación, ese es el tema con el que tengo que trabajar. Al principio cuando se me plantea un tema así siento que nada va a inspirarme, es como si estuviese sola, paradita en medio de un bosque sin nadie que me pueda ayudar. Pero no, ese no es el caso, es una tarea de grupo y así es que empezamos a trabajar con otros compañeros. Se barajaron cantidad de proyectos atravesados por esa cuestión. Finalmente, bien, qué alivio, nos decidimos por un emprendimiento local que reuniría lo que necesitamos. Pero claro, el diablo metió la cola y llega Lidia, una de mis compañeras y me dice:

- “Ay, no sabés, fui a una librería y vi. algo que me enamoró, unos libros coloridos, son trabajos de cartoneros, tienen una página en internet, ¿cambiamos el plan?”

Y la verdad, aunque me parecía una complicación, cambiar sonaba tentador. Así es que Lidia, Hernán y yo nos decidimos por Eloisa Cartonera, definido por Alejandro, uno de sus integrantes como “una rareza, una locura linda que se dio en la Argentina, donde se hacen libros con tapas de cartón pintadas”. Lo demás es un simple llamado telefónico para ver si podemos concretar una visita, y somos advertidos por María, la integrante más circunspecta y lacónica de la cooperativa editorial:

- “Sí, no hay problemas, vengan por la entrevista, pero acá mientras los atendemos seguimos trabajando”

Y así fue, arreglamos para encontrarnos en La Boca con Lidia, Hernán y Jésica.

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Transitar por este barrio, plena “república xeneize” es toda una experiencia antropológica. O al menos así lo siento yo en un feriado de otoño. Y ese pensamiento me divierte, ¿cómo puede ser tan extraño venir a este lugar?, después de todo, yo también vivo en la ciudad, en los suburbios y relativamente cerca de acá, me digo. Pero en cuanto bajo del colectivo que me trajo desde Bernal y comienzo a estar inmersa en estas calles, me doy cuenta que mi cotidiano andar no tiene nada que ver con esto. Porque en realidad siempre pasé en auto por acá, eventualmente en ómnibus, pero caminar, lo que se dice en lunfardo “patear” este barrio, es la primera vez. En primer lugar, agradezco que es feriado y no hay tanto tránsito (en especial los miles de camiones que suele haber por la zona), porque en esto de ir por la acera me puede ir la vida. Es que no queda más remedio, se trata de subir y bajar escaleritas (por lo menos tres por cuadra) y se hace difícil de soportar, salvo que una esté en zapatillas en la clase de “step” y con música de fondo. Pero claro, la geografía ondulante de este lugar tiene que ver con su ubicación cercana al Riachuelo, que suele jugar una mala pasada a los habitantes de estas casas siempre que hay sudestada y el agua hace estragos. Las construcciones están por encima del nivel de las calles, y esos frentes de chapa acanalada y de miles de colores son hijos de una época en que se aprovechaban los sobrantes de la jornada del trabajo portuario.

Tengo que llegar a Brandsen 647, donde quedé en encontrarme con mis amigos para ver a la gente de Eloisa Cartonera. Estoy cerca, en realidad, solamente cuatro o cinco cuadras separan la parada del 22 del local, pero un poco por la travesía y otro poco por lo pintoresco del lugar, no lo hago tan rápido como debería, ya es tarde. No soy hincha de Boca, en realidad el fútbol ocupa un sitio más que secundario en mi vida, pero la verdad, pasar por la Bombonera le agrega color al recorrido, hasta diría que un poco de emoción. Es un barrio de contrastes, por un lado este estadio con un local de ventas de merchandising azul y oro pero muy glamoroso, y, por lo que veo, definitivamente caro. Pero también se pueden ver los conventillos, con las hileras de ropa colgadas en donde sea, llenos de chicos y con los moradores de hoy, que en muchos casos ya no son los inmigrantes que dieron origen al barrio, sino marginados del sistema que terminan ocupando los lugares que otros abandonan. Y como si todo esto fuera poco, se agrega el sonido de los diferentes acentos que pululan, provenientes de miles de turistas de todo el mundo que toman por asalto esta barriada tan peculiar.

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Una vez más mi impuntualidad hace que Lidia y Hernán se harten de esperarme y ya estén dentro del local, charlando con la gente. El ambiente es más que distendido, con música caribeña sonando de fondo, y como para no desentonar con el medioambiente circundante, abunda el color. A la entrada puede verse la imprenta en la que nacen los libros de los autores que han confiado en este proyecto. Al inquirir por el origen del aparato, nos enteramos que se trata de una donación de “alguien” de Suiza, y aunque la respuesta me parece un poco inconsistente, concluyo que no es tan importante y no trato de averiguar más al respecto. No me sorprende ver un retrato del Che sobre uno de los estantes en donde están los libros ya terminados, será que su imagen pasó a ser parte del contrastante paisaje de la cotidianeidad argentina del siglo veintiuno. Pero sí me llama la atención un póster del presidente de Bolivia, Evo Morales, ante el cual uno de mis acompañantes pregunta, frente al estupor de quienes estamos ahí:

-¿Quién es?

Me niego a explicar semejante obviedad y salgo sin pronunciar palabra.

En la vereda hay dos tablones sobre unos caballetes. Uno está lleno de frascos de témpera, pinceles y cartones. El otro es una especie de exhibidor improvisado en donde pueden verse algunas de las joyas del catálogo de esta editorial tan particular. Parado junto a los libros, con una actitud más bien retraída está Miguel, el integrante más reciente del staff. Es un muchacho muy delgado, de mirada un poco triste y con una tonada al hablar que me suena como proveniente de algún lugar de Sudamérica, pero de entrada no logro distinguir de qué país. Hablamos poco, no quiero intimidarlo, pero me cuenta que es colombiano y que hace solamente una semana que está en Eloisa. Me sorprendo al enterarme que tiene un título de grado en educación y que además de ser parte de este proyecto trabaja en un restaurant. Sin tratar de hacer un análisis sociológico (para lo cual además no estoy capacitada), me quedo pensando en las paradojas de nuestro continente. ¿O será que en este caso se trata simplemente de la libre elección de un joven universitario en busca de experiencias nuevas?

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Vuelvo a entrar para seguir conociendo qué es Eloisa Cartonera, y creo que la mejor manera es charlar un poco con cada uno de los integrantes. Me quedo en un rinconcito del pequeño local de cartel multicolor con el nombre escrito muy artesanalmente. Es que justo llega María, trapo y lavandina en mano, así que no queda más remedio que arrinconarse para no molestar. Y ella cumple con la promesa que hizo en nuestro primer contacto telefónico: responde y conversa pero sin parar de trabajar. Es una chica joven, con una actitud seria y es una de las fundadoras del proyecto editorial que arrancó en 2003 en una cartonería que tiene el romántico nombre de “No hay cuchillo sin rosas”. Me interesa saber cómo fue evolucionando Eloisa en estos cinco años, entonces le consulto a María acerca del proyecto artístico y social del que habla la página web de la organización:

- Sí bueno, eso era así, porque dentro de la gente que inició el proyecto había artistas, uno, Washington Cucurto el escritor, y otros dos artistas Fernando y Javier.

-Entonces ahora cambió.

-No, no es que haya cambiado-explica María. Pero Fernando y Javier ya no están más. Ellos siguieron su camino y nosotros seguimos acá. Ahora le prestamos más atención al trabajo, ¿no?. Sostenemos todo esto con el trabajo de todos los días, somos una cooperativa, dejamos de ser un proyecto artístico y somos más una cooperativa de trabajo. Nadie hace los libros pensando en que hacemos un objeto de arte, los hacemos manualmente, artesanalmente, precariamente.

-Yo me pongo recontenta cuando pinto una tapa linda-interviene Miriam, la Osa.

-Claro –insiste María- pero no lo consideramos una cosa artística, es algo que vamos aprendiendo. Nadie sabe pintar ni nada. Lo aprendemos también acá y entre todos. No es que lo hacemos para producir arte.

María habla de Eloisa Cartonera como tratando de desmitificar, que se note que para ella es un proyecto terrenal, sacarlo de un posible pedestal artístico al que tal vez quedó asociado y al que ella definitivamente no adhiere.

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Casi como de pasada, entró en escena Miriam, una chaqueña de 23 años habitante del conurbano, que también al pasar (concretamente al pasar por la puerta de Brandsen 647) se quedó a trabajar hace ya un año:

-Mi marido y yo andábamos todos los días por acá con el carro, cartoneando. Y un día le dije: ¿qué onda ahí?, porque decía “Eloisa Cartonera”. Yo quería entrar a ver qué pasaba, qué era. Entonces mi marido me dijo que mintiera, que les dijera si me dejaban pasar al baño. Pedí permiso y entré, para chusmear, y cuando salí me quedé hablando. Ahí me dijo María “¿querés pintar una tapa?” Bueno, le dije yo, y me quedé a pintar una tapa.

A Miriam le tomó cinco meses decidirse a aceptar la invitación para quedarse a trabajar de forma permanente. Dice que no se decidía porque le “daba cosa dejar el carro”, le parecía que no podía ser. Aunque le encantaba la idea de pintar, de poder hacer lo que eventualmente hacía cuando encontraba telas o pinturas e improvisaba dibujos para su casa.

Caigo en la cuenta que hace un rato que estamos en Eloisa porque ya vi entrar y salir cantidad de gente. Muchos curiosos, un cronista y algunos turistas que por suerte compran libros. Sorprende ver la variopinta lista de autores del catálogo: Dani Umpi, Fabián Casas, Ricardo Piglia (¡en inglés!) y hasta la edición de una selección de textos de Rodolfo Walsh. Y por supuesto Santiago Vega, conocido bajo el pseudónimo de Washington Cucurto, miembro fundador del proyecto y ausente con aviso por encontrarse en Estados Unidos dando unas charlas.

-Cucurto es la estrella del proyecto editorial, ¿no?-le pregunto a Alejandro.

- No, la Osa es la estrella, Cucurto es como el autor intelectual y María es el puño (bromea).

Alejandro es un chileno procedente de la Quinta Región, tiene 29 años y llegó a la Argentina para estudiar Diseño de Imagen y Sonido (cine, simplifica el joven trasandino). Hace solamente un mes que está viviendo en Buenos Aires, en Barracas, y da gusto verlo manejarse como pez en el agua en este ambiente tan porteño. Conocía el proyecto desde hace un par de años porque había leído un artículo en una revista de su país. Él necesitaba trabajo y ellos necesitaban gente, así que se quedó. Me intriga saber qué era lo que le atrajo de Eloisa Cartonera:

-Que les compraran el cartón a los cartoneros y que fueran las tapas de cartón pintadas a mano.

-Así de simple, pensé. Me entero además que el cartón se compra a $1,50 el kilo, cuando habitualmente se paga $0,30. En mi afán de poder entender de qué se trata todo esto exactamente, le pido a Alejandro si puede definir Eloisa Cartonera:

-Desde el punto de vista de la organización económica somos una cooperativa. Y desde un punto de vista básico somos trabajadores. Básicamente somos trabajadores que realizamos una tarea creativa que tiene un fin último de difusión cultural.

Ya casi al final, estamos por irnos y los chicos nos comentan que estarán en la Feria del Libro, solamente un día en un stand interior y el resto de los días afuera, con el ya clásico tablón con caballetes, por cuestiones de costo. Puedo ver notas periodísticas de distintos medios nacionales e internacionales pegadas en la pared. Es raro ver la trascendencia de algo tan sencillo, salido de esta cartonería nada pretensiosa pero con mucho corazón. Me quedo con la definición de Alejandro y me voy pensando en las cosas increíbles que pueden nacer de un lugar tan contradictorio como nuestro país. Bueno, después de todo me parece que es verdad: No hay cuchillos sin rosas.

Viaje hacia la sublevación de la palabra


Entro al ágora de la Universidad distraída, casi corriendo como cualquier otro día. Me cruzo con compañeros e intercambiamos el “hola” de siempre. Camino, esquivo gente abriéndome paso para llegar al aula donde quedé en encontrarme con una amiga. Levanto los ojos y reconozco inmediatamente unos lentes con marco de carey negro, cuadrados, que casi como una imagen suspendida en el aire salen de un póster que está en medio del hall, iluminada desde atrás por el sol que hoy entra por los ventanales. Entonces reparo en el hecho de que en todas las fotos que he visto de Rodolfo Walsh la imagen de su rostro es indivisible de esos anteojos. Había visto un cartel que anunciaba: “Ese hombre”, una especie de recorrido por la vida del periodista y escritor (¿o escritor y periodista?), pero el apuro cotidiano hace que me olvide en el momento de entrar y me sorprenda. Pospongo el encuentro con mi compañera, comienzo a transitar la muestra y me detengo en una foto familiar, casi romántica de Walsh junto a Lilia, su última compañera. Me emociona el hecho de verlos tan jóvenes. Él, joven para siempre, está con sus lentes en la mano. Ahí caigo en la cuenta que ese detalle es tan fuerte que no había reparado en sus ojos claros, seguramente herencia de sus antepasados irlandeses.

Alguien pasa a mi lado y pregunta “¿quién es Walsh?”. Tal vez parte de la respuesta está en los paneles que señalan como estaciones que definen su vida:“El militante”, “El periodista”, “El escritor”, “Ese hombre”. Y aunque no le respondo recuerdo algo que él mismo escribió tal vez como reflexión de su propia identidad: Me llaman Rodolfo Walsh. Cuando chico, ese nombre no terminaba de convencerme: pensaba que no me serviría, por ejemplo, para ser presidente de la República. Mucho después descubrí que podía pronunciarse como dos yambos aliterados, y eso me gustó. Evidentemente el chico que pregunta no lo conoce, es que la dictadura militar en la Argentina se encargó muy bien de silenciar a mucha gente que como Rodolfo tenían sueños y lucharon para cumplirlos. El poeta Juan Gelman habla de esto, lleno de bronca y amor, en un poema que está en este homenaje: los sueños rotos por la realidad/los compañeros rotos por la realidad/los sueños de los compañeros rotos. Cómo no iba a combatir la miserable Junta Militar a quien con valentía, con nombre y apellido enfrentó las injusticias de aquella época con su mejor arma: la palabra. Y me encuentro en el recorrido con la prueba fehaciente de ese enfrentamiento, la declaración de principios de Rodolfo Walsh plasmada en su Carta Abierta.

El camino propuesto para conocer a “ese hombre” es fascinante, entre otras muchas cosas, por la multiplicidad de Rodolfos desplegados en su corta vida de intensos cincuenta años. Sigo y veo fotos y textos de sus diferentes oficios, de los que él habló en su Rodolfo Walsh por Rodólf Fowólsh: Mi vocación se despertó tempranamente: a los ocho años decidí ser aviador. Por una de esas confusiones, el que la cumplió fue mi hermano. Supongo que a partir de ahí me quedé sin vocación y tuve muchos oficios. El más espectacular: limpiador de ventanas; el más humillante: lavacopas; el más burgués: comerciante de antigüedades; el más secreto: criptógrafo en Cuba.

Uno se deja llevar entre imágenes entrañables y textos bellamente escritos, y hasta hay retazos de su cotidianeidad en tres dimensiones, como el ajedrez de Walsh. Para los que conocemos algo de su obra ese simple detalle nos remite a su libro Operación Masacre, cuando el escritor cuenta que se enteró de los fusilamientos de junio de 1956 en un café de La Plata donde compartía con otros parroquianos el gusto por el juego-ciencia. El mismo lugar en el que probablemente escuchó las palabras que ahora se presentan frente a mí: Hay un fusilado que vive.

Pero también está incluido lo horrendo, lo miserable. Pasar por el siguiente panel y detenerse es como ser bajado de un hondazo por la crueldad de la historia de nuestro país. Sobre fondo azul está escrito lo siguiente: "Primero deberemos matar a los guerrilleros, después a sus colaboradores, luego a sus simpatizantes, a continuación a los indiferentes y por último a los vacilantes” General Ibérico Saint Jean. Y Walsh sufrió en carne propia las acciones de ese plan macabro descripto con tanta naturalidad por el entonces interventor de la provincia de Buenos Aires. Los militares no le perdonaron que fuera pensante, talentoso y que tuviese coraje, por eso el 25 de marzo de 1977, un comando de la Escuela de Mecánica de la Armada lo acribilló en la calle.

Parece que perdí la noción del tiempo, ya están encendidas las luces y el sol es nada más que un recuerdo que se perdió entre los robles del jardín de la universidad. Mi amiga se debe haber ido, harta de esperarme. Lo último que veo al alejarme es la imagen que eligieron como icono de la muestra: otra vez los lentes grandes, de carey negro, cuadrados pero en esta foto con los cristales rotos.

Algo huele mal: Mucho más que humo en Buenos Aires

Something is rotten in the state of Denmark
William Shakespeare

Buenos Aires amaneció el miércoles dieciséis de abril con un fenómeno que, si solamente nos dejábamos guiar por el sentido de la vista, se podría haber dicho que era un día más con neblina en la “reina del Plata”. Pero no, también intervino el olfato, que la agudeza porteña llegó a identificar como “olor a humo”, humo, sí, pero, ¿qué se estaba quemando?. Los que vivimos en el conurbano cerca de la autopista solemos estar sometidos al malestar de tener que soportar alguna que otra humareda proveniente de los baldíos cercanos, donde la gente a veces quema las ramas resultantes de la poda de otoño. Pero con el correr de las horas de ese miércoles nos enteramos que el humito venía viajando de muuuucho más lejos. ¿Era posible que todo ese aire preñado de partículas de pasto quemado llegase desde el Delta y aún más, de Entre Ríos?. Y durante unos días, los habitantes de Buenos Aires (“los aires ya no son tan buenos aires, la vida es nada más que un blanco móvil”, decía Benedetti en su poema hecho canción) nos acostumbramos a escuchar en los pronósticos meteorológicos de los informativos: temperatura, humedad y estado del cielo: con más o menos humo. Ah, si si, porque hasta el viento colaboró para desparramar el fenómeno, que, para el tercer día había cruzado las fronteras internacionales y, como si nos faltase algún motivo para sembrar el descontento entre nuestros hermanos orientales, se hizo presente en la mismísima ciudad de Montevideo.

Esa misma semana, los “ignorantes” habitantes de Buenos Aires (todos “porteños” para la gente de otros lugares, vivamos o no cerca del puerto) nos enteramos que en realidad, el humo era producto de la habitual quema de pastizales realizada como parte de las tareas de la limpieza y preparación de los suelos. En ese momento comenzaron a escucharse voces de algunos autodefinidos como “gente de campo” , señalando, con sorna, que a los ciudadanos de esta geografía novedosamente inundada por un humo tan autóctono nos venía bien darnos cuenta de algo que en el interior forma parte de lo cotidiano. En ese punto me pregunté: ¿este “escarmiento” por sentirnos el ombligo del mundo e ignorar padecimientos de la gente del resto de las provincias era suficiente para convalidar esta práctica de locos? Porque ya para el viernes dieciocho la situación estaba fuera de control, los focos se propagaban y el fuego se hacía difícil de mitigar. Y entre tanto cúmulo de información (esta sobre información a la que estamos acostumbrándonos y que no comunica mucho) tomábamos conocimiento que para colmo de males estas quemas (que muy ciertamente forman parte de una tarea usual) no correspondían a esta altura del año, sino más bien a fines del invierno.

En esos primeros días de incendios, y como si todo lo que importara fuera la molestia padecida por los vecinos de Buenos Aires, se sucedían accidentes a los que algunos parecían restarles importancia. Es que antes de llegar aquí, el humo circulaba por los caminos cercanos a los focos de quema y se convirtió en una trampa mortal para quienes intentaban avanzar, especialmente por la ruta nueve. Las personas equipadas con barbijos comenzaron a formar parte del raro paisaje de las zonas afectadas. Y algunos hospitales declararon un alerta amarillo dado la cantidad de pacientes que concurrían a consultar por afecciones en los ojos.

Para esa altura de los días y los hechos, no era necesario ser demasiado suspicaz para caer en la tentación de unir este tema de campos, pastos hechos fuego mucho antes de la temporada y emanaciones molestas con el conflicto gobierno-campo suscitado por la imposición de retenciones móviles a este sector y que afectó principalmente a los propietarios o arrendatarios de tierras destinadas al cultivo de soja. A propósito, pudimos leer esa misma semana que el gobierno responsabilizó a los productores que iniciaron casi trescientas quemas de campos “pero dejó afuera a los dirigentes empresarios”. Entre tanto, la secretaria de Medio Ambiente, Romina Picolotti, sobrevolaba la zona en la que el fuego se propagaba y la describía como una tragedia ambiental. Recién el martes veintidós de abril se informaba que entre el sesenta y ochenta por ciento de los focos de incendio habían sido controlados. Para coronar una semana de vida urbana surrealista, se comunicaba sobre la detención de dos peones y la búsqueda de un productor rural prófugo.

Pero alrededor del miércoles veintitrés de abril ya se habían disipado los humos exóticos, Buenos Aires comenzaba a retomar su aspecto habitual de ciudad contaminada únicamente por sus emanaciones vernáculas y podía llegar a entreverse que, con el correr de los días los responsables de esta quema loca “se esfumarían” y con ellos toda idea conspirativa. Sin embargo, el ambiente ya había quedado definitivamente enrarecido y me era absolutamente imposible no parafrasear a Shakespeare: Algo sigue oliendo a podrido en la Argentina

miércoles, 4 de junio de 2008

Poniendo al día mi diario de escritor....

Uy, ¿treinta de abril la última entrada? ¡Cómo pasa de rápido el tiempo cuando hay tanto para expresar!!! En fin, en realidad, tenía mucha cosa dando vuelta en mi cabeza, solamente me faltaba plasmarlo yo misma acá, eso por ahora que no hay comunicación telepática con las computadoras. ¿Estaría bueno hacer unos dictados mentales, no?.
En fin, algunas cosas las apunté en un papelito patético que tengo en este momento delante de mí y que me va a ayudar a plasmar lo que me fue sucediendo durante el proceso de la crónica y algunas cosas que pensé:
  • Una de las cuestiones tiene que ver tanto con la entrevista como con la crónica, y es el uso del lenguaje de los testimonios. Es decir, hasta qué punto dejar ciertas partes del entrevistado tal cual el crudo y hasta qué punto modificar. Esto fue algo que discutimos mucho en clase pero que después cuando escribí mi entrevista y la leyó Hernán como crítico, me apuntó mejorar el lenguaje de los testimonios. En algunos casos lo hice, pero en otros me pareció que estaba bueno dejar esos rasgos de cierta naturalidad que imprimen las expresiones propias de la oralidad. Otra cosa que me apuntó el compañerito mencionado y que fue de gran utilidad, fue mejorar el final de la entrevista, recuerdo que me dijo que la intro estaba linda, que tratara de hacer un cierre en el mismo sentido. Le hice caso, y resultó, tanto que fue una de las cosas que Celia resaltó como buenas de mi entrevista.
  • Ya en la crónica sobre la muestra de Walsh, uno de los desafíos era aplicar alguna imagen que reflejara el paso del tiempo. No sé si habrá quedado bien resuelta, pero jugué con la luz natural entrando por los ventanales y al pasar un rato la luz artificial del interior del ágora de la UNQ. Me decidí por el uso del presente tanto en la crónica de la muestra de Walsh como en la de Eloísa Cartonera. No sé por qué razón, pero en la crónica del humo me decidí por el pasado. Por algún motivo que no logré dilucidar, sentí que quedaba mejor así.
  • En cuanto a los temas que nos tocan para trabajar, me sentí muy cómoda con los dos primeros (Walsh-Eloísa), pero no así con la crónica del humo. Fue la última que escribí porque no sabía qué incluir, y la verdad tenía pocas puntas para arrancar. Tuve la precaución de guardar algunos artículos de los diarios de esos días, y ahí quedó varios días la carpeta con ese material en "mis documentos". Y daba vueltas, no la empezaba. El tema me parecía feo, pero en seguida pensaba: "bueno, esto es cuestión de oficio, tengo que hacer de cuenta que estoy trabajando en un diario y la nota tiene que salir sí o sí". Y así fue, salió, pero no quedé conforme con haber tardado tanto en empezarla.