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jueves, 19 de junio de 2008

Texto narrativo: Imagen onírica

Soledad

Es la tardecita, no registro exactamente la hora ya que no llevo reloj y, por otra parte, los tiempos de los relojes no son importantes para una niña de diez años. Pero es definitivamente “la hora de la leche”, es decir, el momento de la tarde en que vuelvo a casa. Esté donde esté, siempre interrumpo cualquier juego o tarea porque es entonces cuando comienza el sagrado ritual de la merienda, y si no vuelvo espontáneamente resonará el estridente grito de mi madre en el barrio: “la leeecheee”. Camino hacia mi casa, y sin embargo no reconozco exactamente el lugar, siento que es mi barrio, pero en realidad es un lugar con menos casas, más rural.

Cuando llego me sucede otra cosa realmente rara. Busco la puerta de entrada y no la encuentro. Entonces decido asomarme por la ventana del frente y veo que en la cocina está mi mamá, aparentemente preparando algo que me parece es la leche, pero también se ven ollas y verduras que deben ser de seguro para hacer la cena. “Bueno listo”, me digo, “simplemente es cuestión de golpear la ventana y hacerle señas a mi mamá para que me abra”. En vano pego saltitos y sacudo mi mano para un lado y para otro, mi mamá no me ve, está muy ocupada, pero creí que me vería, ufa. No hay caso, salto una vez más (me cuesta llegar a estar visible por mi escasa estatura) y noto que mi mamá ya no está, debe haber cambiado de cuarto.

Así que me dispongo a ir hacia otra ventana para probar mejor suerte. Me inquieto un poco ya que pasa el tiempo y empieza a refrescar. Pero no me desanimo y me acerco al cuarto de mi hermano, ay, menos mal, salto y lo veo, está ahí. Pero ya me cansa esto de andar brincando, entonces decido buscar algo para subirme y poder ser vista más cómodamente. Voy para el jardín a ver si veo alguno de los troncos del árbol que papá tuvo que cortar la semana pasada, qué pena, se secó. Pero, qué grande se me presenta el jardín, ¿por qué tengo la sensación de que no termino nunca de recorrerlo?, bueno, pienso que debe ser por la impaciencia de querer entrar y no poder. Además ya estoy teniendo un poco de hambre. Por suerte me acuerdo que tengo un bocadito de chocolate y dulce de leche que me sobró. Lo había llevado a casa de mi amiga Martina, tenía tres, uno para ella, otro para mí y un tercero para su hermano Julián. Pero cuando la mamá me dijo que él estaba jugando al fútbol en la canchita, no dije nada y conservé el dulce tesoro. Al cual honro en este mismo acto, saboreándolo como si fuese el más exquisito de los manjares, y por un rato distraigo a mi panza que ya empieza a rechinar por la falta de merienda.

Finalmente, y ya que el tronco que buscaba no está, me regocijo al ver unos ladrillos en un rinconcito, al lado de la parrilla. Llevo tres y los ubico junto a la ventana pegadito a la pared. Subo, contenta por haber podido lograr la pequeña hazaña. No puedo creer mi mala suerte. Después de haber trabajado tanto para conseguir que mi hermano me viese, compruebo a través de la ventana con gran desilusión que está dormido, y es inútil llamarlo desde acá afuera porque el muchacho es de sueño muy pesado.

Está oscureciendo, no me gusta estar sola afuera a esta hora. ¿Y nadie sale de casa, ni siquiera mi perro pide permiso para salir y que yo pueda correr a la puerta y entrar a mi “hogar dulce hogar”?. En fin, no es momento para lamentarse sino para tomar decisiones, y todavía me queda una ventana para pedir ayuda. Desde ya traslado los ladrillos-escalón que usé antes, para poder asomarme y ser advertida por algún alma caritativa que se apiade de mí y me abra. En el comedor está mi abuela María tejiendo, la televisión está encendida pero ella no está mirando. Su atención visual está completamente puesta al servicio de su tejido, siempre es así, antes tejía casi sin mirar, pero ahora “estoy grande” dice, entonces no despega sus ojos de la tarea para no perderse. Así que por ese lado estoy perdida, por más que hago mil señas no consigo que levante la vista y advierta que algo se mueve afuera. Cuando estoy a punto de golpear el vidrio, veo, desconcertada, que el audífono de la abuela está sobre la mesa, y concluyo que se lo debe haber quitado para limpiarlo o algo así. No, no, no puede ser, igual lo intento, trato de hacer barullo para lograr que se percate de mí. Inútil, Nada, ni una mueca. Espero un poco, ya anochece, vuelvo a intentar pero es en vano, no me escucha.

Bajo de mi improvisado escalón descorazonada, ya no quedan ventanas en la casa, es desesperante ver que se hace de noche y estoy todavía sin poder entrar. Corro hasta la calle, en realidad no tiene ningún sentido, no es un lugar transitado, nadie pasa por ahí, pero es un intento desesperado. Escucho los pájaros regalando al aire sus últimos gorjeos como despidiéndose de la tarde para volver al nido, es muy tarde. La sola idea de esos animalitos que tienen modo de volver a sus casas me acongoja, ¿cómo no puedo hacerlo yo?, soy una nena, tengo una casa, una familia… Ese pensamiento me impulsa a correr y salgo como loca, volviendo a intentar todo desde el principio. Y ahí está, reluciente, con su mirilla y aldaba de bronce, la puerta de madera que me fue esquiva en mi primer intento. ¿Cómo es que antes no la vi?, me siento tonta, ahí está. Llego agitada pero feliz, simplemente giro el picaporte que no me ofrece resistencia, la puerta se abre. Silencio. Vacío. Oscuridad. No hay nadie.

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